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Amar con verdad: un desafío ético para la moral contemporánea

Amar con verdad: un desafío ético para la moral contemporánea

En tiempos donde el amor se expresa por mensajes de voz, emojis o silencios prolongados, y donde la verdad parece diluirse entre lo que se muestra y lo que se oculta, reaparece una vieja pregunta con fuerza renovada: ¿Puede el amor ser moral? ¿O se trata, más bien, de una zona oscura donde la verdad, la ética y la responsabilidad quedan suspendidas bajo el influjo del deseo?

La tradición filosófica no ha sido indiferente al amor. Platón, en El Banquete, ya lo vinculaba con la búsqueda de lo bello y lo verdadero: un impulso que comienza en la atracción física, pero asciende hacia la contemplación del Bien. En esa escalera platónica, el amor tiene un potencial moral: ennoblece, educa, transforma. Sin embargo, en la experiencia real —fragmentaria, contradictoria, a veces cruel— el amor no siempre se comporta como un ideal ascendente. Más bien, parece una prueba; una encrucijada donde se evalúa la coherencia ética de quien ama.

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Decir «te amo» debería implicar, en alguna medida, decir «me muestro como soy». Y sin embargo, el amor está plagado de máscaras. ¿Cuánto de lo que decimos en el amor es verdadero? ¿Cuánto está condicionado por el miedo al rechazo, la necesidad de aprobación, o incluso, por un cálculo inconsciente?

Para Michel Foucault, la verdad nunca está separada del poder. En una relación amorosa, revelar o retener una verdad puede convertirse en un acto de dominio, aunque no se lo perciba como tal. La «verdad» del amor no es neutra: decirla, callarla, disfrazarla, puede cambiar completamente la estructura de un vínculo. Por eso, ser ético en el amor requiere una vigilancia constante: no basta con no mentir; también hay que saber cuándo, cómo y para qué se dice la verdad.

Aquí aparece la tensión entre ética y moral, dos conceptos que suelen confundirse. La moral, como sistema normativo, tiende a establecer lo que está bien o mal con independencia del contexto. La ética, en cambio, especialmente en autores contemporáneos como Carol Gilligan o Emmanuel Levinas, se orienta más hacia el cuidado, la responsabilidad frente al otro concreto, único, irrepetible.

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Levinas propuso una ética fundada en la «responsabilidad infinita» hacia el rostro del otro. En el amor, esta idea se vuelve especialmente poderosa: mirar al otro no como un objeto de deseo, sino como un sujeto vulnerable cuya vida, de algún modo, nos ha sido confiada. En ese sentido, amar es una elección que implica responsabilidad ética: una forma de estar con el otro sin reducirlo a lo que esperamos de él.

Decir siempre la verdad no es sinónimo de ser moralmente correcto. Friedrich Nietzsche advirtió que no toda verdad merece ser dicha, y que incluso la mentira puede ser una forma de humanidad. En el amor, esto se vuelve un dilema: ¿Es más ético confesar un deseo pasajero que puede herir, o callarlo para preservar un vínculo? ¿Dónde está la frontera entre sinceridad y crueldad?

No hay respuestas absolutas. La ética amorosa se mueve en la ambigüedad, y eso es lo que la hace desafiante. La única brújula confiable, quizás, sea el cuidado: actuar de modo tal que el otro no sea instrumentalizado, sino reconocido en su fragilidad y libertad.

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A pesar de su complejidad, el amor puede ser una vía hacia una vida ética. Simone de Beauvoir lo sugirió en “El segundo sexo”, cuando advirtió que el amor auténtico solo es posible entre sujetos que se reconocen mutuamente como libres. Amar bien implica, entonces, permitir que el otro sea, incluso cuando eso implique su distancia o su transformación.

Y acá vuelve Platón, pero no el del idealismo romántico, sino el que nos recuerda que el amor es también deseo de conocimiento. Amar es, en última instancia, querer conocer la verdad del otro y de uno mismo, sin garantías, sin fórmulas, pero con compromiso. No el compromiso contractual de la moral tradicional, sino el compromiso ético de la presencia: estar, escuchar, no huir ante el conflicto.

En un mundo que parece premiar la inmediatez, la superficialidad y la autodefensa emocional, ejercer el amor como práctica ética es casi un acto contracultural. No basta con sentir: hay que pensar, decidir, cuidar. Y eso requiere asumir que en el amor no todo se justifica, ni siquiera el deseo.

Quizás no exista mayor acto ético que amar con verdad. No porque esa verdad sea perfecta, sino porque es nuestra. Y asumirla —con todo lo que implica— es, también, una forma de dignidad. Pero, ¿estamos dispuestos a amar desde nuestra verdad, con todas sus imperfecciones, y reconocer en ello nuestra dignidad?

Escrito por: Rivero, Joshua

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