
“No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme: tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero”.
Con estas palabras, Platón comienza su obra, la “Apología de Sócrates”, en la cual plasma ciertos diálogos que sostuvo su maestro con diversos personajes. En este caso, el Padre de la Filosofía se encontraba en un juicio debido a que, y según sus acusadores, “Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros”.
Estas acusaciones fueron llevadas ante el juez por Meleto, un poeta y sofista de la época, por mero resentimiento personal, ya que el filósofo, a través de la mayéutica, “humilló” al joven sabiondo. Hago énfasis en las comillas, y es que Sócrates no buscaba hacer menos a nadie ni despreciarlo; solo quería ayudarlos a ver ciertas cuestiones con otros ojos, por lo que formulaba preguntas que fueran guiando al discípulo a ellas.
Pero el ego de Meleto terminó envolviendo a un individuo inocente en una situación comprometedora, la cual no les quiero “spoilear” por si quieren leer la obra por su cuenta (se los recomiendo para que entiendan mejor ciertos detalles que pasaré por alto).
A lo largo del juicio, Meleto y Sócrates mantienen un diálogo donde repasan las acusaciones (o mejor dicho, calumnias), siendo todas estas refutadas incluso por el acusador a través de la mayéutica empleada por la defensa. Recordemos que estas eran, a priori, no creer en los dioses del Estado, manipular las palabras y corromper a los jóvenes. Nada más alejado de la realidad.
Es más, quien estaba utilizando el poder de la labia para beneficio propio, sin intentar comunicar la verdad, era Meleto, cegado por el rencor. Tanto fue así que sus falacias terminaron por sacar a flote su hipocresía, dejándolo en ridículo ante el tribunal.
Sin embargo, y por más de que las contradicciones fueran más que evidentes, el veredicto del juez no fue el esperado por la mayoría.
Con esta suerte de analogía, busco remarcar que, a veces, las palabras “bonitas” son empleadas para embelesar un discurso que no tiene como fin informar, sino más bien engatusar a los oyentes/lectores para que compartan la opinión de quien utiliza esta artimaña.
La elocuencia no es sinónimo de verdad. Son los fundamentos y los argumentos, sumado a lo que captan nuestros sentidos, lo que en realidad sirve para formar un juicio propio, y actuar consecuentemente en base a lo que se considera como correcto según cada individuo.
Cuanto menos, equivocarse de esa forma es mejor que hacerlo por seguir ciegamente ideales ajenos, vendidos como la verdad absoluta por quienes no tienen el valor suficiente para trabajar por ellos, ¿no lo creen?
Escrito por: Albertella, Mateo