Los argentinos, en muchísimas ocasiones, solemos ponernos de acuerdo en profanar que “todo está mal”. Descreemos del presente y no vislumbra regocijo futuro. Ni hablar de toda la culpa y responsabilidad que ponemos sobre las decisiones que se tomaron en el pasado. “Este país es inviable”, se machaca por doquier. En la administración pública y en los claustros universitarios, en las oficinas y en los domingos familiares -tan clásicos en nuestro país- se realiza una suerte de ejercicio de desaliento con enérgica convicción hasta que aparece algún optimista crónico, apretando el freno y resaltando nuestro potencial.
Las anchas franjas de nuestro país se ven envueltas en una suerte de escepticismo hasta que titilan señales positivas y recién ahí volvemos a hablar de potencialidades y esperanza. Allí es cuando recordamos los recursos naturales y el capital humano, la historia y la geografía, la Biblia y la educación.
Estos cambios repentinos de pesimismo a optimismo -y viceversa- tan comunes en nuestra sociedad, quedan en evidencia en “certezas” que a su vez son más que contradictorias. La mayoría de las personas que defienden las libertades alcanzadas por Occidente no se han horrorizado jamás por los crímenes y latrocinios que se han cometido en su nombre. Se condena el derecho a matar y se consiente al asesino. Se repite constantemente que “el pueblo nunca se equivoca” y también que este nunca aprende. Se critica el enorme gasto público, pero se exige como si no existiese. Se le pide al Estado que crezca otro poquito mientras se critica a un Estado enorme e ineficiente. Lo peor es que, al no darnos cuenta de dichas contradicciones, contribuimos a que sigan existiendo.
Es totalmente ilógico. Quizá se deba a la débil responsabilidad, quizá a la débil racionalidad o tal vez, a la débil autoconfianza de los argentinos.
No me enorgullece describir solo nuestros aspectos negativos. Para entendernos también debemos tener en cuenta nuestras cualidades, que no son pocas. La creatividad, el ingenio y la hospitalidad son algunas de ellas. Importantes y necesarias. Pero estas muchas veces son opacadas bajo prejuicios, deformaciones y resentimientos que muchas veces negamos, lo cual desencadena en que nuestras muchas cualidades no alcancen su máximo potencial.
Por eso, de cierta forma, me gusta recalcar algunos aspectos negativos del argentino, que, descubriéndolos, puliéndolos y al final, eliminándolos, nos permitirán abrir paso a nuestro -espero- futuro próspero.
Acabamos de describir la débil responsabilidad. Y si hilamos un poco más fino, comienza a relucir el autoritarismo pasivo. ¿Qué tienen que ver uno y el otro?, se preguntarán. Funciones de causa y efecto. El autoritarismo pasivo fomenta la irresponsabilidad y esta permite que aquel permanezca.
No nos podemos permitir continuar antes de comentar qué es el autoritarismo pasivo. Es la otra cara de la moneda. Aquella que no vemos, pero que existe. La que vemos corresponde a su modalidad activa. Esta va desde los abusos en el seno del hogar hasta las corrupciones en el deporte; desde el adoctrinamiento hasta las tiranías políticas. En nuestro país, esta modalidad tuvo su auge, pero hoy día, perdió prestigio. Eso no quiere decir que no amenace con su vuelta.
El autoritarismo pasivo se diferencia del anterior porque no tiene nada que ver con una persona o un conjunto de personas con armas sometiendo a la mayoría por medio de la fuerza. Esta modalidad no es protagonizada por el dominador sino por el dominado. Y pareciera haberse incrementado a medida que la modalidad activa iba perdiendo terreno. Ambas muestran la obediencia a los mandatos autoritarios, pero en la variante pasiva se lo obedece de forma inconsciente.
Se podría decir que estos mandatos se caracterizan por el odio. No me termina de cerrar. Va aún más allá. Se necesita algo incluso más efectivo. ¿El miedo? Tampoco. En reiterados artículos hablamos mucho sobre el valor agregado en diferentes aspectos: en los recursos naturales, en el capital humano. Pero en este caso se le debe agregar un valor al odio, al miedo. Este es el desprecio. Al otro, al diferente. Este desprecio, ligado al antipluralismo, es imposible de borrar. El desprecio ha existido desde antes de la irrupción de los europeos en América: entre los grupos indígenas locales y los Incas, o incluso, entre los propios locales. Es un rasgo que caracteriza a los hombres y no a una cultura en específico. Pero el autoritarismo (tanto activo como pasivo) lo exacerba. Manipulan al sometido como si fuera incapaz, indigno e idiota. Pero la población sumida en el autoritarismo pasivo acepta -sin advertirlo- la desvalorización que le impusieron. Pasa por alto lo que sucede y, al no ver al déspota, piensa que no sufre despotismo. Parece que el déspota no está, pero está. Sigue gobernando. Su figura no existe, pero su enseñanza perdura en el tiempo. Nos dejó claro que, si aventuramos con la rebeldía, puede volver. Es una especie de ente superior al cual le pertenece todo el poder y el saber. Vigila nuestros pensamientos y acciones. Un ser omnipotente, que se encarga de crear y decidir, y nos obliga a rogar. El halo de su omnipotencia subyuga y paraliza. Asume la responsabilidad y la sociedad queda liberada de esta. Nos vuelve irresponsables. De aquí surge la débil responsabilidad de la que hablamos anteriormente. El único objetivo de las personas sumidas bajo esta clase de autoritarismo es obedecer.
La economía del siglo XXI se basa en el conocimiento, el capital humano. Más resumidamente, en pensar. Reflexionar y criticar para luego crear una solución innovadora y eficaz será una de las habilidades más valoradas en los próximos años según el Foro Económico Mundial.
El autoritarismo pasivo nos impide pensar, reflexionar, criticar y crear. La sociedad se encuentra inmersa en un estado similar a la hipnosis, donde sus necesidades pueden ser manipuladas. Hará lo que se le indique sin importar las consecuencias. No reflexiona porque supone que el líder lo hará por ella. No participa. No razona. No discute. El autoritarismo pasivo es, para cerrar, la “buena” conducta de la masa.
A pesar de no darnos cuenta, esta forma de autoritarismo está en todos lados. Por ello, todos debemos estar conscientes de su peligro, es la única forma de cortarlo. No podemos seguir sumergidos en un autoritarismo que genera actitudes regresivas con el único fin de bloquear el crecimiento. Como todo círculo vicioso, es muy difícil despegarnos de este. Muchos definen al argentino como un irresponsable y facilista. Lo somos, sí. Pero lo explica este autoritarismo, impulsor de tales disvalores que nos dañan profundamente, del que no logramos -ni queremos- salir.
Por: Tomás Ingoglia