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El pasado 6 de febrero, se dio a conocer la sentencia de uno de los casos más desgarradores de la historia criminal argentina.

Hemos sido testigos de una sentencia que será recordada por muchísimo tiempo, y que ha mantenido en vilo al país durante tres años.

Los hechos ocurrieron en la madrugada del 18 de enero de 2020, en la localidad de Villa Gesell. Fernando Báez Sosa tenía 18 años, era oriundo de Buenos Aires y había llegado hacía apenas dos días a vacacionar con su novia y sus amigos, al igual que otro grupo de jóvenes de la localidad de Zárate, con quienes protagonizarían uno de los hechos más conmocionantes de nuestra historia reciente.

A la salida del local bailable Le Brique, alrededor de las 4:30 de la mañana, Fernando fue asesinado a golpes de puños y patadas por parte del grupo de jóvenes oriundos de la localidad de Zárate, mientras se encontraba tomando un helado a la salida del boliche.

A raíz de los hechos, comenzó el proceso judicial que todos hemos atestiguado.

Fue uno de los juicios más mediatizados de los últimos tiempos.

Y como todo hecho mediatizado, la opinión pública hacía eco de sus deseos, pero cayendo continuamente en pedidos contrarios a Derecho y guiados más por la emocionalidad que por la óptica jurídica.

Es entendible, e incluso inevitable, caer en la impulsividad de querer condenar de por vida a los presuntos responsables de tan aberrante acto.

Pero las personas que estudian y conocen la ciencia jurídica deben manejarse con responsabilidad, y para eso deben moverse dentro de la lógica de las leyes, respetando los principios generales del Derecho, y haciendo valer el peso del Código Penal para quien así lo merezca, pero con todos los recaudos y las garantías necesarias para cada uno de los acusados.

Hay, detrás de nuestro presente, casi cuatro milenios de derecho escrito. Desde el código de Hammurabi, hasta nuestros días, hemos (bien o mal) evolucionado en una idea de Derecho, una justicia civilizada que regla nuestras conductas para dejar atrás sistemas de penalidad tan primitivos como la venganza de sangre o la ley talional.

En mayor o en menor medida, el sistema judicial (tan duramente criticado) es el medio de resolución de conflictos más adecuado que hemos encontrado hasta la fecha.

Por esa razón, más allá de que son válidas muchas de las críticas que se le hacen a nuestro Poder Judicial, debemos respetar y bregar por su independencia, su imparcialidad, y su importante labor. Quizás, en algún momento, el avance tecnológico nos permita prescindir de él, pero mientras tanto, debemos entender que es el medio más idóneo para dirimir conflictos.

A raíz del cobarde y cruel asesinato que sufrió Fernando, gran parte de la sociedad se manifestó pidiendo perpetua para los ocho acusados.

Y los jueces, encargados de impartir justicia, aunque uno pretenda pedirles completa imparcialidad, no dejan de ser personas sensibles, atravesados por su propia subjetividad, y sin dudas por su contexto.

Podemos, por un lado, pedirle más profesionalismo a la prensa, con la intención de que su papel no condicione las decisiones de un magistrado; y por otro lado, exigirle lo mismo a los jueces, para que su decisión no esté moldeada de acuerdo a la opinión pública.

Ambas posturas son completamente válidas, pero no debemos ignorar que en la práctica muchas veces pueden ser irrealizables.

La forma que ha encontrado, por ejemplo, Reino Unido de solucionar este inconveniente, fue mediante una ley en 1984, en donde la Corte puede ordenar que la prensa no cubra un determinado juicio, mientras esté ocurriendo.

Al margen de toda normativa, la prensa debe tener la libertad de informar, siempre con responsabilidad, y los magistrados deben tener la obligación de actuar conforme a Derecho, manteniéndose imparciales y respetando la ley.

En este caso, en donde tenemos a ocho condenados por el crimen de Fernando Báez Sosa, sin dudas que hemos visto una gran cantidad de opiniones polémicas y, a pesar de ello, los jueces han fallado conforme a Derecho, y no se han dejado influenciar por la presión mediática.

Como se sabe, en todo proceso penal tenemos dos partes en litigio: la defensa, que es inviolable (artículo 18 de la Constitución Nacional), que brega por los derechos de la parte acusada; y la fiscalía, que es la encargada de investigar y acusar a los imputados. En el caso de Fernando Báez Sosa, hemos visto la participación del reconocido penalista Burlando, que fue la querellante. Esto es, quien ejerce la acción penal, de parte del particular damnificado y, como tal, puede presentar peritos de parte o pruebas que sirvan a la causa.

El fiscal es puesto por el Estado, mientras que la defensa puede ser particular o de oficio (también puesta por el Estado, cuando el acusado no tiene los medios económicos para pagar un abogado, basados en el principio constitucional de inviolabilidad del derecho a la defensa y el debido proceso). Mientras que la querella generalmente es pagada por la parte damnificada. Cabe aclarar que, en esta oportunidad, Burlando tomó el caso a título gratuito.

Los alegatos de cada parte dieron mucho de qué hablar.

Tanto la fiscalía como la querella coincidieron en la figura de homicidio doblemente agravado por premeditación y alevosía, y pidieron cadena perpetua para los ocho acusados.

La defensa, a mí criterio con mayor solidez jurídica, comenzó por el pedido de nulidades que fue posteriormente denegado, y se basó en la palabra del perito intentando desacreditar (pero sin éxito) la causa de la muerte de Fernando.

Puso en duda las declaraciones de los testigos, demostrando que muchos de ellos no estaban en un lugar desde el cual podían ver los hechos con total claridad y, entre otras cosas, sostuvo que la acusación y la querella jamás demostraron la premeditación.

Desde mi punto de vista, la fiscalía y la querella hicieron un trabajo más basado en la emocionalidad que en la ciencia jurídica, mientras que la defensa, encabezada por el abogado Hugo Tomei, intentó correr la discusión hacia cuestiones técnicas y procesales.

La postura de la acusación y de la querella nos llevan a pensar en dos posibles escenarios: el primero de ellos, que cometieron errores técnicos; el segundo, que se encontraron en una situación compleja desde el punto de vista probatorio, y optaron por una estrategia más mediática. Fueron por el lado de la emocionalidad y no tanto por la recolección de pruebas.

Me inclino más por ésta última.

Finalmente, el pasado lunes 6 de febrero, se dio a conocer la sentencia que, cómo se sabía de antemano, sería apelada independiente de la decisión del tribunal.

Cinco de los imputados (Máximo Thomsen, Ciro Pertossi, Enzo Comelli, Matías Benicelli y Luciano Pertossi) fueron condenados a cadena perpetua por ser coautores penalmente responsables de los delitos de «homicidio doblemente agravado por el concurso premeditado de dos o más personas y por alevosía en concurso ideal con lesiones leves» de conformidad con los artículos 80 (incs. 2 y 6); 54; 89 y 45 del Código Penal, mientras que los otros tres (Ayrton Viollaz, Blas Cinalli y Lucas Pertossi) fueron condenados a quince años de prisión, por ser considerados partícipes secundarios

Lo llamativo es, en caso de ser considerado un homicidio premeditado, ¿por qué no hay perpetua para todos los acusados? ¿Acaso los partícipes secundarios no son parte de la premeditación? ¿Creyeron que el resto de imputados (ahora culpables) solo querían pegarle a Fernando y no terminar con su vida? Y si son partícipes secundarios, ¿Fernando hubiese perdido la vida de igual forma si estos no hubiesen participado?

La respuesta que encontró la justicia fue que los ocho condenados tuvieron la premeditación para golpear a Fernando, pero una vez que este se encontraba en el suelo, los cinco condenados a perpetua decidieron terminar con su vida, golpeándolo con patadas en la cabeza, mientras que suponen que el homicidio hubiese ocurrido de igual forma, independientemente de la participación de los otros tres.

Más allá de la sentencia, estas y muchas otras son las dudas que surgen a raíz de este tan triste caso. La justicia, una vez más, siguiendo de atrás a los hechos, con los medios con los que cuenta, e intentando hacer lo mejor posible.

No queda descartada la posibilidad de que en la siguiente instancia (cámara de casación), a alguno de los condenados a cadena perpetua le reduzcan la pena a unos 25 años.

Muchas dudas seguirán surgiendo, y muchas de ellas quizás no tendrán nunca una respuesta. Pero a pesar de ello, todos los operadores jurídicos, desde los estudiantes de Derecho hasta los miembros de la Suprema Corte, debemos seguir bregando, a pesar de todas las limitaciones materiales que podamos tener, por intentar descubrir ese ideal, tanta veces inalcanzable, al que denominamos justicia.

Por: Julian Larrivey

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