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Clementina: más que una vieja computadora

En esta actualidad en la que vivimos, una computadora es un objeto relativamente común. A pesar de su utilidad y de la infinidad de funciones que cumple, en muchos contextos se ha normalizado su presencia, al punto de considerarla como una herramienta más.

Y esto está avalado por un dato no menor: el volumen de estos aparatos que funcionan en el presente. Se estima que unas 2.000 millones de computadoras -sí, leíste bien- se encuentran en actividad alrededor del mundo. Solo en Argentina, el número se encuentra entre 16 y 20 millones.

Ahora bien, si retrocediésemos en el tiempo, veríamos cómo no solo este número era mucho menor, sino que esos aparatos a los que distinguimos como computadoras antes se veían tan distintos que fácilmente podríamos no identificarlas como tales.

Entre esas millones que existen y funcionan hoy en Argentina, deberíamos poder rebobinar un poco en la historia y encontrar a la antecesora de todas ellas; la primera en haber funcionado en nuestro país y, al ubicarla, poder preguntarnos qué tanto influyó y qué tan distinto era comprar, usar y mantener una computadora décadas atrás.

Habiendo planteado este objetivo como eje central de este artículo, podemos valorar que, en efecto, podemos reconstruir de forma bastante precisa esta historia.

En 1958, los principales representantes de la Universidad de Buenos Aires tenían como objetivo la compra de una computadora, dispositivo que había generado un boom tecnológico una década antes en Estados Unidos, con la intención de resolver problemas que se escapaban de la capacidad humana. Así fue como el rector de la universidad, Risieri Frondizi -hermano de Arturo Frondizi, presidente de la Nación en esa época-, consiguió la financiación del Estado, por medio del CONICET, de los 3 millones de dólares necesarios para la compra de una Mercury.

Posteriormente, en 1960 llegó la computadora -junto a otras compradas por empresas privadas- y, a mediados de marzo de 1961, comenzaron sus operaciones. Su nombre de fantasía era Clementina, en honor a una canción llamada “Oh my Darling Clementine”.

Medía 18 metros de largo, no poseía monitor o teclado, su capacidad de procesamiento era ínfimo, no utilizaba internet -puesto que aún no existía a escala global- y tardaba unas 2 horas en encenderse. Con estos datos, no solo es válido preguntarse si se consideraba como una computadora, sino también qué podía hacer que una persona no.

Pues muchas cosas. Entre las más destacadas, se encuentran las simulaciones de tráfico telefónico para ENTEL, las estimaciones de distribución de combustibles para YPF, análisis de datos de radiación cósmica y hasta modelos de economía aplicados a Argentina, encabezado por Oscar Varsavsky.

Como si fuera poco la diferencia entre las computadoras actuales y Clementina, los datos que se querían ingresar a esta última se hacía por medio de una cinta de papel perforada.

Lo que rodea a la historia de Clementina, además de sus logros en matemática aplicada, son los efectos subyacentes que generó. Su llegada a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA produjo la creación del Instituto de Cálculo, dirigido por Manuel Sadosky y creado bajo el objetivo de aplicar la matemática a las necesidades sociales. Por otro lado, se creó en esta facultad la carrera de computador científico, se recibió la primera programadora del país -Cecilia Tuwjasz Berdichevsky- y hasta se creó el primer lenguaje de programación argentino, llamado COMIC.

A pesar de este impacto tan positivo en varios sectores, el final de Clementina llegó por sorpresa, y resultando ser el menos afortunado. El golpe de Estado ocurrido aquel 28 de junio de 1966, la intercepción de la “Revolución Argentina” en algunas facultades de Buenos Aires -incluyendo donde se encontraba Clementina- y aquella Noche de los Bastones Largos produjeron que gran parte de los integrantes del Instituto de Cálculo y los operadores de Clementina dejen sus cargos. Este despliegue produjo que, en 1971, Clementina deje de funcionar.

Una gran parte de sus piezas fueron tiradas como chatarra o vendidas a un precio ínfimo. ¿Qué quedó de lo que supo ser la primera computadora científica de nuestro país? Las instituciones, los profesionales, el conocimiento adquirido y hoy, 53 años después de aquel 1971, tenemos computadoras, profesionales y estudiantes que llevan en ellos mismos una parte de Clementina.

Escrito por: Dorsch, Santiago