El Programa Apolo, que comenzó con aquella promesa de John F. Kennedy de que el hombre iba a llegar a la Luna antes de finalizar la década de los 60, fue uno de los proyectos tecnocientíficos más grandes de la historia.
El trabajo conjunto de una buena parte de la industria estadounidense, dirigida y ordenada por la NASA para llevar a cabo el fin común, unió el trabajo de unas 400.000 personas. No sorprendería que entre esa gran cantidad de personas se haya encontrado un argentino, ¿no es verdad? Al fin y al cabo, estamos en todos lados.
Armando Maubré, hoy con más de 90 años de edad, es un ingeniero civil que emigró a los Estados Unidos en 1962 y, de forma un tanto inesperada, participó de lo que hoy podemos afirmar como el primer alunizaje de la historia.
Luego de haber ingresado a una industria mediana de California en un puesto de ingeniero mecánico, Armando comenzó a participar del diseño y la confección de partes específicas del complejo sistema del cohete. No había emigrado con la finalidad de participar en el Programa, pero nunca se negó a hacerlo frente a la oportunidad.
A lo largo de la década, Armando paso por múltiples empresas que trabajaron en la fabricación de piezas para el Apollo 11, diseñando tres de ellas en total.
La primera de ellas era un controlador de presión del combustible, ubicado en los tanques del Saturno V, el cohete principal del Apollo. El segundo era un instrumento de control, el cual fue utilizado en la oruga que transportó el cohete, dispuesto en forma horizontal, hacia la base de lanzamiento. Por último, creó el regulador que normalizaba la temperatura y presión del ambiente donde se encontraban los astronautas, en el módulo de aterrizaje.
Hay que remarcar que estas piezas, por más simples que parezcan, llevaron un arduo trabajo de diseño y experimentación. Las condiciones a las que iban a ser expuestos los materiales -como el frío casi absoluto del espacio, las vibraciones, entre otros factores- eran algo nuevo; distinto a las condiciones que un material se expone en la Tierra.
Su labor fue galardonada por las empresas en las que trabajó y hasta por la misma NASA. Sin embargo, el orgullo de Armando no venía solo por los diplomas. Su honor se veía sustentado en el éxito de la misión, en el hecho de que lo que había inventado funcionó. Su esfuerzo y labor habían quedado plasmadas en la historia.
Y aunque no fue de público conocimiento hasta hace unos años, también dejó una marca física, en el suelo lunar. “La bandera argentina está en la Luna, pero no flamea”, dijo en una entrevista de 2019. Armando, sabiendo que el modulo de aterrizaje sería estrellado contra la Luna luego de que los astronautas estuviesen en el modulo de regreso, hizo que los cables del regulador de ambiente que había diseñado fuesen celestes y blancos.
Hoy, luego de 55 años desde aquel alunizaje, los colores de nuestra bandera siguen en la superficie lunar. “La argentinidad no tiene límites”, expresó en otra entrevista Armando, refiriéndose de que los argentinos están en todos lados. Y fiel creyente de sus palabras, este ingeniero superó los limites terrestres de su expresión, llevando un poco de nuestro país al plano espacial.
Escrito por: Dorsch Santiago